Fábula del travieso gorrión

Había un gorrión, alegre y vivaz, que solía surcar los aires haciendo graciosas cabriolas. Era amigo de un conejo saltarín y de una ardilla listada, con los que acostumbraba a hablar cada día, por la mañana, bajo la sombra de un aromático manzano.

Al gorrión le gustaba gastarles bromas, pues sabido era por todos que era muy travieso, y cada amanecer, de una forma u otra, acababa riéndose de ellos.

—¡Rápido, escondeos! —chilló a voz en cuello el gorrioncillo.
—¿Qué pasa? —preguntaron a coro la ardilla y el conejo.
—¡Viene el halcón! ¡No hay tiempo!

Asustados ante la idea de que el halcón se los comiera, ambos se escondieron. El conejo, pensando que no llegaría a tiempo a su madriguera, saltó dentro de un arbusto espinoso, clavándose varios pinchos cuyo dolor aguantó en silencio. La ardilla se metió en un hoyo, que resultó estar lleno de barro, y se manchó entero su pelaje aterciopelado.

El gorrión, al ver a sus amigos tan sumamente alborotados, no pudo evitar echarse a reír con todas sus ganas.

—¿Era mentira? —bufaron, incrédulos, ardilla y conejo.
—Lo siento —se disculpó el gorrión entre risas—. No he podido evitarlo.
—¡Esto es increíble! —soltó la ardilla, muy irritada.
—¡No puedo creerlo! —se quejó, indignado, el conejo.
—Casi me muero del susto —añadió la ardilla.
—Se me va a salir el corazón por la boca —aseguró el conejo.

El travieso gorrión y sus amigos
Ambos miraron al gorrión, el conejo lleno de pinchos y la ardilla cubierta de barro, y, enfurruñados, dijeron al unísono:

—¡Esta vez te has pasado!
—Vamos, no exageréis —dijo el gorrión—. No es para tanto.

El conejo se marchó corriendo a su madriguera. La ardilla trepó al manzano muy ágilmente.

—¿Por qué os vais? —preguntó el risueño gorrión—. Qué poco sentido del humor.

Y, al ver que ninguno de sus amigos contestaba, se fue volando.

A la mañana siguiente, cantando alegremente, el gorrión fue volando a ver otra vez a sus amigos. Cuál fue su sorpresa al llegar al claro del manzano donde solían encontrarse y ver que no estaban allí.

—Qué raro —murmuró para sí—. ¿Dónde se habrán metido?

Buscó en sus madrigueras, mas tampoco estaban ahí. Pensativo, se llevó el ala al pico, mirando alrededor. Vio que una araña corría como loca para cazar una mosca que había caído en su tela, en un pino cercano, pero, a parte de eso, no había rastro de sus dos amigos. Alzó el vuelo y, al poco tiempo, no muy lejos de allí, divisó el pelaje algodonoso del conejo. Mientras descendía, se dio cuenta de que su amigo estaba tumbado y que no se movía. Alarmado, descubrió a la ardilla tirada de cualquier manera no lejos de él. El gorrión bajó en picado; su pequeño corazón latiendo desbocado.

Aterrizó entre la hierba y se acercó al conejo con las patitas temblando.

—¿Qué os pasa? —preguntó—. No es hora de echarse la siesta.

Pero por la forma en que estaban tirados de cualquier forma y con la lengua fuera, el gorrión sabía muy bien que sus amigos no estaban durmiendo. Se acercó al conejo y le picoteó el lomo.

—¡Despierta! —gritó.

Saltó hasta la ardilla e hizo lo mismo:

—¡Arriba!

Pero sus amigos no se movieron.

Al fin se convenció de lo que pasaba: la ardilla y el conejo estaban muertos. Se quedó paralizado ante aquel pensamiento y los ojillos se le llenaron de lágrimas conforme la tristeza se colaba como un ladrón en su pequeño corazón.

—No puede ser —lloró a lágrima viva, abrazándose cariñosa y desesperadamente al cuerpo del conejo.
—No podéis estar muertos —gimió lanzándose a zarandear a la suave ardilla.

Entonces escuchó que alguien se reía. Anonadado, buscó alrededor el origen de la risa. No había nadie en la hierba. Tampoco en las copas de los árboles. Vio un pequeño gusano que salía de una manzana.

—¿Te parece gracioso? —le preguntó el gorrión.

El gusano frunció el ceño y se metió otra vez dentro de la manzana, sin decir nada.

Las débiles risas se tornaron carcajadas. Vio que el conejo y la ardilla daban vueltas por el suelo desternillados de la risa. El gorrión los miró, la cara surcada de lágrimas, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. Sólo se quedó ahí, mirándolos, aturdido, como si estuviera soñando, contento de que sus amigos estuvieran vivos pero confundido porque hace un momento no lo estuvieran.

Un repentino fogonazo de comprensión se abrió paso en su cabeza: le habían gastado una broma. La alegría y la confusión de disiparon, dando paso a una cólera encendida.

—¿Cómo os habéis atrevido? —espetó el gorrión, empujando con fuerza al conejo.

Éste rodó por el suelo con el impulso pero le dio igual; tal era el ataque de risa que tenía.

—¡Me habéis hecho creer que estabais muertos! —increpó a la ardilla, pateándola con sus patitas.
—No entiendo cómo te lo has tragado —carcajeó el conejo.
—Jamás pensé que funcionaría —rió la ardilla.
—Sois tan crueles que creo que ya no quiero ser vuestro amigo —sentenció el gorrión.
—Vamos, no exageres —razonó el conejo.
—No es para tanto —afirmó la ardilla.
—Qué poco sentido del humor —a la vez dijeron.

El gorrión, enfadado, alzó el vuelo y se fue, dejando a sus amigos en el suelo. Mientras volaba recordó que ésas habían sido las palabras que él les había dicho a ellos cuando les gastó la broma del halcón, y entendió cómo debían haberse sentido entonces. Había sido una broma pesada, ahora lo veía.

Dio la vuelta y, con una cabriola, regresó junto a sus amigos. Aterrizó y se quedó inmóvil, mirando al suelo, sin decir nada.

—Lo siento —dijo débilmente.

No sabía que pedir perdón costara tanto.

—No hagas lo que no te gustaría que te hicieran a ti —dijo el conejo, abrazando a su amigo.
—Ponte en el lugar de los demás antes de actuar —dijo la ardilla, y se unió al abrazo.

Y así, abrazados, se quedaron los tres amigos bajo el manzano, con una sonrisa en los labios y perdón en el corazón.

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