Fábula de la luciérnaga y el águila
Había una vez una pequeña luciérnaga que revoloteaba alrededor una noche de verano. Un amanecer, como no tenía sueño y seguía volando alegremente por el bosque, se encontró con una majestuosa águila que reposaba en la rama de un roble. La alegre luciérnaga, ingenua como era, entabló conversación con ella aunque ésta no parecía tener ganas de hablar. Aun así, iba contestando a sus preguntas con desganados monosílabos. Al final, como la luciérnaga no dejaba de hacerle preguntas, el ave le dijo con prepotencia que un animal tan elegante y poderoso como él no tenía por qué hablar con un insignificante insecto.
Sin embargo, cada amanecer, la luciérnaga iba al mismo roble y encontraba siempre al águila con su erguido cuello, mirándola por encima del hombro. Aunque siempre le decía lo mismo, que no tenía por qué hablar con ella, el águila contestaba a sus preguntas y, con el tiempo, se fueron haciendo amigas.
La luciérnaga descubrió que el águila tenía un carácter prepotente y sabelotodo. Siempre rechazaba sus opiniones, aduciendo que era tan insignificante que no podía tener razón en nada. El ave creía que siempre tenía la razón, que todo lo sabía y que en todo era la mejor. Hasta que un día, cansada de sus desmanes, la luciérnaga le propuso un reto. El águila, antes de saber de qué se trataba, aceptó, muy segura de ser capaz de vencer a la luciérnaga en cualquier empresa en la que se enfrentaran.
El insecto le propuso atravesar un laberinto de zarzales que había no muy lejos de allí volando a ras de suelo. Pero como la luciérnaga era mucho más pequeña y volaba mucho más lento, le propuso hacerlo de noche para equilibrar las condiciones. El águila, muy segura de sus posibilidades, aceptó.
La noche siguiente las dos criaturas voladoras se reunieron en el límite del laberinto de zarzales. Ganaría la carrera la primera que llegase al otro lado. Dieron por iniciada la carrera y ambas emprendieron el vuelo.
Enseguida el águila estuvo en cabeza, pues volaba rauda como el viento entre los pasillos del laberinto. La luciérnaga no voló a través de los pasillos, sino que se introdujo directamente en las paredes del zarzal. Volaba más lentamente, zigzagueando entre las afiladas espinas. Trazaba zetas y eses para esquivarlas. Gracias a su luz y a su pequeño tamaño, lo hacía sin ninguna dificultad.
Aunque tardó un buen rato, la luciérnaga atravesó el laberinto casi en línea recta y salió por el otro lado, llegando a la meta. No vio al águila por ningún lado, sólo a un zorro que dormía plácidamente en un tronco hueco. Así pues, pensó en sobrevolar el laberinto para buscar a su amiga. Por si acaso, hizo una señal luminosa en un tocón para certificar que había llegado la primera.
Estuvo sobrevolando el laberinto un buen rato y, al final, descubrió al águila en medio del zarzal. Cuando se acercó, descubrió con horror que estaba muy malherida. El ave había quedado atrapada entre dos zarzas que no había visto a causa de la oscuridad y, tratando de liberarse, sólo había logrado empeorar la situación y clavarse las espinas más profundamente. El águila agonizaba por el dolor, estaba totalmente inmovilizada y se sentía tan débil que no tenía ninguna posibilidad de escapar.
La luciérnaga fue a buscar a sus amigas y, entre todas, pudieron retirar las zarzas lo suficiente como para que el águila quedara libre. Tardó mucho en curarse, pero sobrevivió con ayuda de la generosa luciérnaga. Entonces el águila entendió que jamás había estado tan cerca de la estupidez como cuando creía que lo sabía todo, pues así no aprendía nada, y acabó inevitablemente siendo presa del zarzal de la soberbia.