Fábula del zorro y la gallina
Había una vez un exuberante bosque lleno de vida. Las ardillas saltaban por los árboles, almacenando frutos secos para el invierno. Los conejos correteaban de aquí para allá, saltando felices. Los ratones de campo jugueteaban entre los aromáticos matorrales. Los pajarillos cantaban llenos de gozo al trabajar en sus nidos. Y también había un zorro solitario que vagaba de un lado a otro, acechando con sus penetrantes ojos amarillos.
Todos los animales huían de él cuando presentían que estaba cerca, por eso siempre estaba solo. Ellos sabían lo que pasaría si no huían: que el zorro se los comería. Los zorros se comían a los conejos y a los ratones, y hasta a los pájaros y a las ardillas, si llegaban a alcanzarlos en el suelo. No es que los zorros fueran malos, es que ellos también tenían que comer. Lo que ocurría era que este zorro en particular era demasiado glotón, y comía más de lo que necesitaba.
Al principio lo que más le gustaba era comer conejos, así que se hizo experto en atraparlos. Ninguno escapaba de sus sibilinas trampas cuando ponía sus ojos en él. Era tan bueno cazándolos que al cabo de un tiempo ya quedaban muy pocos, y éstos decidieron marcharse antes de que acabara con todos.
Después se aficionó a los juguetones ratones de campo. La verdad es que eran deliciosamente aromáticos. Pero como eran más pequeños que los conejos tenía que cazar muchos más para saciar su hambre voraz. De todos los que intentó cazar, sólo uno consiguió escapar, pues era muy listo. El zorro comió y comió hasta que, al final, quedaron muy pocos ratones, y éstos también decidieron marcharse antes de que acabara con todos.
Entonces llegó el invierno y el zorro descubrió que no tenía qué comer. No había conejos ni ratones. El bosque, cubierto de nieve, estaba desierto como una tumba. Aunque el zorro había engordado, no tardó en quedarse otra vez delgado sin nada que llevarse a la boca.
Obligado por las circunstancias, el zorro abandonó la seguridad del bosque. Descubrió que en las afueras había varias granjas dispersas en las que vivían granjeros. Había corrales, y en ellos vivían suculentas gallinas. Al zorro se le hizo la boca agua. Aunque le daban miedo los granjeros, le daba más miedo el hambre, por lo que se arriesgó y cazó una gallina. Le encantó su dulce sabor.
Día tras día cazaba todas las gallinas que podía, más de las que necesitaba para saciar su apetito, empujado por su glotonería. Como era muy listo, le resultaba fácil eludir las sencillas trampas de los granjeros y entrar en los corrales. No tardó en acabar con todas las gallinas que había en las granjas, salvo una.
—Yo que tú no me comería —dijo despreocupadamente la gallina con su resabiada voz al ver llegar al zorro.
—¿Por qué no? —preguntó receloso el animal.
—Porque soy la última gallina que queda en todas las granjas de los alrededores —clocó.
—¿Cómo lo sabes?
—Las noticias vuelan entre los granjeros. Están muy enfadados contigo. —La gallina arqueó una emplumada ceja.
—No me importa. Tengo que comer —gruñó el zorro, salivando.
—Pues debería importarte. Si me comes, ya no tendrás nada más para pasar el invierno y te morirás de hambre —añadió la gallina como si tal cosa. Sintió un escalofrío al notar el apetito del zorro, pero no dejó que las patas le temblasen—. Tú verás.
—Si no te como también me moriré de hambre, tarde o temprano.
—Oh, yo no estaría tan segura. Puedo ayudarte a pasar el invierno, pero sólo si no me comes.
—¿Cómo? —se interesó el zorro, con cara de desconfiado.
—Las gallinas ponemos huevos.
—¿Y qué?
—Pues que los huevos se pueden comer. —La gallina le mostró cinco huevos morenos que había en su nido y vio la avidez en los ojos del zorro—. Los granjeros dicen que están exquisitos. Para que me los quite el granjero, prefiero dártelos a ti. Mira, te propongo un trato: tú no me comes y yo dejo que te comas mis huevos cada día.
—Eso no es suficiente para saciar mi hambre —gruñó el zorro, mostrando los colmillos.
—Quizá no podrás comer todo lo que te gustaría, pero sobrevivirás hasta el final del invierno —arguyó la sabia gallina.
—Necesito más.
—Lo siento, pero no puedo poner todos los huevos que quieres. Sólo pongo los que pongo.
—No es suficiente.
—¿Prefieres morir de hambre? —preguntó la gallina. Había notado que lo que más odiaba el zorro era pasar hambre.
—Está bien —contestó el zorro. Sabía que la gallina tenía razón—. Acepto.
El zorro se comió los cinco huevos de una sentada. Mientras se marchaba, se relamió de placer. Estaban muy buenos. Cada día regresaba y se comía los huevos que la gallina había puesto, pero el rugido de su estómago no tardó en hacérsele insoportable. Odiaba el hambre. Cada vez le costaba más no hincarle el diente a la gallina. Tenía una pinta demasiado suculenta y estaba seguro que ella saciaría con creces su apetito, pero se contenía porque sabía que si se la comía ya no tendría más huevos.
Un día tenía tanta hambre acumulada que al ir a buscar los huevos perdió la razón y se comió a la gallina. No pudo evitarlo. Tenía una pinta demasiado apetitosa. Por primera vez en muchos días el zorro se sintió saciado.
Al día siguiente volvió al corral, acostumbrado como estaba a ir a por su ración de huevos. Recordó con angustia que el día anterior se había comido a la gallina y que ya no habría más huevos. Volvió al bosque, arrepentido, y buscó por todas partes algo que llevarse a la boca. No encontró nada.
Pasaron los días y el zorro cada vez estaba más flaco y más débil. Al final se acurrucó en un tronco hueco y se durmió, arrepentido de haberse comido a la sabia gallina. Antes de dormirse se dio cuenta de que si no hubiera sido tan glotón ahora habría algunos conejos y ratones en el bosque con los que alimentarse. Si no hubiera sido tan ansioso ahora al menos tendría huevos. Supo que si no se hubiera dejado llevar por su voraz apetito las cosas habrían sido diferentes. Con este pensamiento el zorro se durmió y ya no se despertó.