Madurar

Nael Piesplanos era un niño soñador. Apenas ponía los pies en el suelo porque siempre tenía la cabeza en los cuentos que su tío cada noche le contaba. En su cabecita soñaba despierto. El arbusto al que atizaba con su espadita de madera era un fiero dragón que tenía presa a una bella princesa. El montón de piedras que había en el hueco de un árbol era un tesoro perdido. Para conseguirlo, tenía que derrotar al terrible forajido encarnado en un conejo que huía despavorido.

El destino tiene curiosas formas de mostrar sus intenciones. No deja de ser curioso que fueran precisamente esos sueños infantiles los que finalmente le salvaran, pues un día llegó tarde a casa porque había tenido que enfrentarse él solo a cinco trolls y hasta a un devorador de almas. Y él no era de los que huían como cobardes; no señor. Sabía que su madre le regañaría, pero a eso también se enfrentaría con valor y pagaría el castigo que se mereciese. Sin embargo, al llegar a la aldea, ya anocheciendo, la encontró devastada. No se oía nada que no fuera el rugir de las llamas devorando las casas.

Entonces, en ese momento en que le arrancaron la infancia del pecho de cuajo, mientras lloraba sin moverse ni parpadear, entendió una de las poesías que le había recitado su tío.
Estaba en el cielo
sumido en mis sueños
cuando la realidad
me vino a buscar.

Corazón rotoMe arrojó al suelo,
rompiendo mi anhelo,
y aunque no quería
tuve que despertar. Ver más poemas

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