Fábula del león y el ratón

Érase una vez un joven león, orgulloso de su impresionante melena. No había animal más fuerte que él, por lo que lo consideraban el rey del bosque. Cuando oían su potente rugido a todos les temblaban las rodillas.

Un día, mientras sus esposas cazaban, el león se echó una siesta. No había cosa que le gustase más que disfrutar del tibio calor de una tarde temprana de otoño mientras dormía plácidamente. Su impresionante pecho subía y bajaba con cada respiración. Un agradable olor a tomillo flotaba en el aire, aletargando su sentido del olfato.

Entonces, notó que su melena se movía y se despertó. No había nada que le pusiera de peor humor que ser despertado de improviso en plena siesta. Lleno de furia, zarandeó la cabeza y algo salió volando de su melena.

Era un pequeño ratón.

—¡Cómo te atreves a despertarme! —rugió el león, enseñando los colmillos.

El ratón se quedó paralizado de terror. No podía ni parpadear. El león lo atrapó con una de sus garras y lo alzó delante de su cara.

—¡Habla! —exigió el león con su cavernosa voz.
—¡Lo siento mucho! —rogó el ratón. Su vocecilla era aguda y aflautada—. Estaba jugando entre la hierba y tomé su melena por un matorral seco. Olía tan bien, se veía tan calentito y era tan suave que pensé que debía ser una delicia descansar en él.

El león se quedó quieto, examinando al ratón concienzudamente, y alzó una ceja.

—Así que te gusta mi melena —indagó el león.
—Oh, desde luego que sí —afirmó el ratoncillo intentando calmar sus temblores—. Es lo más precioso que he visto nunca. Brilla como el mismo sol y huele mejor que las flores.
—No creas que halagándome vas a evitar que te coma por haberme despertado.
—¡Por favor, Su Majestad, no lo haga! —rogó el ratón con los dientes castañeteando—. Le pido perdón. Jamás volverá a pasar. ¡Lo juro!
—En eso tienes razón: jamás volverá a pasar porque voy a comerte —amenazó el león, abriendo las fauces mientras acercaba al pequeño animal.

El ratón, más nervioso que nunca en toda su vida, intentó decir algo, cualquier cosa, para evitar entrar en la boca del león.

—Si me perdona la vida, le prometo que no se arrepentirá. Algún día le devolveré el favor.

El león cerró la boca y volvió a poner al ratón frente a sus ojos de penetrante mirada. El ratón vio en ellos una chispa de curiosidad.

—¿Y qué podría hacer por mí un insignificante animal como tú?
—No lo sé todavía, pero prometo cumplir mi promesa. Palabra de ratón. Soy pequeño, así que puedo ver y oír muchas cosas sin que nadie se entere. Estaré siempre en los alrededores, atento, y si descubro algo interesante vendré sin falta a contárselo.

El león sopesó las palabras del ratón y, finalmente, decidió que la idea era interesante.

—Está bien —dijo, dejando al ratón en el suelo—. Acepto tu promesa, pero como me entere de que me has engañado y desaparezcas, mis leonas te encontrarán y lamentarás haberme mentido.
—Nunca faltaría a mi palabra, Su Majestad —afirmó el ratón haciendo una solemne reverencia, atusándose los bigotes de puro nerviosismo.
—Está bien. Puedes irte —le despidió el león.

El ratón se marchó a toda prisa, como alma que lleva el diablo, y sólo se detuvo cuando estuvo a una distancia prudencial. Tardó mucho en recuperarse del susto.

Pasó el tiempo y el ratón nunca se alejó de las inmediaciones donde vivía el león, cumpliendo su promesa. Hasta que un día que estaba descansando en unos matorrales escuchó unas voces. Alarmado, vio que se trataba de un grupo de cazadores. Sin pensarlo un instante corrió con sus patitas lo más rápido que pudo, hasta llegar donde estaba el león.

—Su Majestad —dijo casi sin aliento, venciendo el terror que le inspiraba el brillo asesino que tenían los ojos de las leonas—. ¡Rápido, tienen que esconderse! ¡Todos!

Las leonas se abalanzaron sobre él.

—¡Deteneos! —ordenó el león antes de que las leonas lo alcanzaran—. Es amigo mío. ¿Qué ocurre, ratón?
—¡Cazadores! ¡Están muy cerca!

El ratón vio cómo el miedo se filtraba en los ojos de las leonas, quienes bajaron las orejas y miraron asustadas a su rey. El león se puso en pie, lleno de furia. El ratón supo que pretendía enfrentarse a los cazadores.

—¡No debéis luchar contra ellos! ¡Son muchos y van bien armados! ¡Os matarán! —le advirtió.
—Un rey no huye del peligro.
—Un rey debe elegir sus batallas —afirmó sabiamente el ratón con su vocecilla—, y ésta, por mucho que os duela, no podéis ganarla. A veces huir es una victoria.

El ratón sabía bien de lo que hablaba, pues casi siempre que había peligro él huía para salvar su vida y no veía nada deshonroso en ello. El león se quedó pensativo un momento y después cambió de actitud.

—Tienes razón —dijo al ratón—. Tus palabras me han salvado la vida.
—¡Corred!

Todos salieron corriendo, tan silenciosos como sombras de media tarde. Las leonas, acostumbradas como estaban a cazar para su rey, tomaron rápidamente la delantera.

El ratón no tardó en perder a la manada de vista. Llevaba corriendo un rato en la dirección que habían tomado los leones cuando oyó un quejido. Al aproximarse vio al león, solo y cojeando de una pata, por lo que avanzaba muy lentamente.

—Majestad, ¿qué le ocurre? —preguntó casi sin resuello—. ¿Dónde están las leonas?
—He hecho que se adelantaran porque no podía seguir su ritmo —indicó el león—. Me he clavado algo en la pata y ellas no podían ayudarme.
—¿Me permite? —preguntó el ratón, señalando la pata del león con los bigotes.

El león alzó la pata y el ratón, a pesar de que le daban miedo sus afiladas uñas, se puso debajo para mirar. Una pequeña espina se había clavado entre dos de ellas, hundiéndose más con cada pisada que daba el rey.

—Es una pequeña espina. Puedo intentar sacarla con los dientes pero, si a causa del dolor sacáis las uñas, seguramente me mataréis.
—¿Arriesgarías tu vida por mí después de que casi te como por despertarme de la siesta? —se sorprendió el león.
—Si prometéis no sacar las uñas, lo intentaré.
—Adelante.

El ratón, muerto de miedo, escurrió el hocico entre los dedos del león y, con sus pequeños pero pronunciados dientes delanteros, atrapó la espina. En esa posición veía la punta de las uñas enfrente de los ojos. Si en ese momento el león las sacaba fuera, lo mataría. El ratón aguantaba la respiración y notaba que el corazón le latía con fuerza. Lo pensó un instante y, antes de poder arrepentirse, arrancó la espina de un rápido tirón. Fue tan rápido que en menos de un parpadeo estuvo a un palmo de distancia de la garra. Aunque no lo hubiera sido no le habría pasado nada, porque el león había aguantado el dolor y no había sacado las uñas.

—Ahora ya puedo correr —afirmó el león cuando posó la pata—. Sube a mi espalda. Te llevaré.

El león salió corriendo a toda velocidad justo cuando los cazadores estaban a punto de alcanzarlos. Cuando alcanzaron a las leonas y estuvieron fuera de peligro en un claro del bosque, el ratón bajó del lomo del rey.

—Hoy me has salvado la vida tres veces —dijo humildemente el león, mirando al ratón con nuevos ojos—. La primera vez fue cuando viniste a avisarme de que venían los cazadores. La segunda vez cuando, con tus sabias palabras, impediste que me enfrentara a ellos en un combate en el que no podía vencer. Y la tercera cuando me sacaste la espina que me impedía correr.
—Sólo cumplía mi palabra —arguyó el ratón.
—Has hecho mucho más. Me has enseñado una valiosa lección: nunca hay que subestimar ni despreciar a los aliados, por insignificantes que puedan parecer, porque, aunque uno sea el más fuerte, no puede sobrevivir solo. Por eso, desde ahora, te hago mi consejero y protector. Vivirás bajo mi protección y la de mis leonas.
—¿Se me permite hacer una petición? —preguntó tímidamente el ratón.
—Pide, y te será concedido.
—¿Podría descansar en su maravillosa y cálida melena cuando echéis la siesta?
—Por supuesto —rió el león a pleno pulmón.

El ratón, henchido de orgullo, sonrió.

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