Fábula de la araña caprichosa
Había una vez una araña muy trabajadora. Tejió y tejió sin cesar hasta que tuvo terminada su magnífica telaraña. Era una verdadera obra de arte llena de geometría, casi invisible. Después se puso a descansar en el centro, muy quieta, atenta a todos los hilos para notar la más mínima vibración si caía alguna presa. Esperaba que por fin cayera una mosca, pues eran sus favoritas y hacía mucho tiempo que no cazaba ninguna.
No tardó en caer en la tela un diminuto mosquito. La araña, aunque decepcionada por no tratarse de una mosca, puso sus ocho patas a correr velozmente y llegó hasta él. Con su aguda vocecita, el mosquito le pidió clemencia:
—¡Por favor, por favor! —rogó el mosquito, llorando desconsoladamente—. ¡No me comas! ¡Te lo suplico! ¡Tengo huevos que alimentar! ¡Voy a ser madre!
—Lo siento mosquito —contestó fríamente la araña—, pero yo también tengo que comer. Seguro que a los animales a los que picas tampoco les das a elegir.
—¡Pero yo no los mato!
—No es nada personal —repuso la araña.
—¡No, por fav...!
El mosquito no pudo siquiera terminar la frase porque la araña lo envolvió con su tela. Le dio vueltas a toda velocidad, formando un diminuto capullo a través del que no se escuchaba su voz. Ahora la araña no tenía mucha hambre; prefería reservarse por si atrapaba alguna mosca. Ya se lo comería después si no. Así que se fue a descansar.
Al cabo de unos minutos los hilos de la telaraña volvieron a vibrar a causa de una bella mariposa que había sido lo suficientemente incauta para no mirar por dónde iba y había chocado contra ellos. De nuevo decepcionada por no tratarse de una mosca, la araña corrió para llegar antes de que su presa se soltara.
—Oh, qué desafortunado percance —señaló elegantemente la mariposa—. He caído en tu tela por accidente. ¿Te importaría ayudarme a salir?
—¿Qué? —La araña no podía creer lo que escuchaba. Sin poder evitarlo, se puso a reír a carcajadas.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —preguntó la mariposa muy dignamente, sin entender dónde estaba el chiste.
—Ahora lo verás.
Dicho esto, la araña soltó tela sobre la mariposa, haciéndola girar en un torbellino con sus ágiles patas. En un periquete, antes de que la mariposa se diese cuenta de lo que estaba pasando, estuvo envuelta en un blanco capullo del que no podía escapar. Aunque ahora tenía más hambre por el esfuerzo que había hecho, de nuevo decidió aguardar por si atrapaba una mosca. Hoy estaba dispuesta a deleitarse con su manjar favorito. Se fue al centro de su telaraña y esperó pacientemente.
Pasó volando rauda una alegre luciérnaga. A la araña le extrañó porque las luciérnagas suelen salir a volar de noche. La observó atentamente para ver si caía en la tela, pero la esquivó ágilmente. Seguro que la había visto gracias a la luz que desprendía.
Tras unas horas los hilos volvieron a vibrar. Esta vez era una mosca la que había caído en su tela. ¡Al fin! La araña no podía creer la suerte que tenía. ¡Hoy comería su plato favorito! La araña estaba frenética. Corrió como loca, más rápido que nunca, para alcanzar a la mosca cuanto antes. Tan rápido corrió que resbaló sobre su tela y salió volando por los aires. Cayó de espaldas al lado de la mosca, con tanto impulso que la tela rebotó, liberando a su presa. Luego los hilos que sostenían al pino la telaraña se rasgaron por el peso y ésta se hundió. Mosquito, mariposa, araña y telaraña cayeron al suelo hechos un amasijo blanco. La araña estaba atrapada en su propia trampa porque la red que se había formado era demasiado espesa.
—Vaya, vaya —se mofó la mosca ante la araña—. Mira quién ha acabado enredada en su propia tela.
—Espera a que me libere y te atraparé —gruñó la araña, tan hambrienta y llena de rabia que echaba espuma por la boca. Movía las patas a toda velocidad, tratando de deshacer la maraña que la envolvía—. No tardaré mucho.
—Claro, y yo soy tan tonta que voy a esperar aquí sentada —rió la mosca—. Pero antes de irme voy a hacer una cosa.
La atónita araña vio cómo la mosca caminaba lentamente con una mueca burlona en la cara. Llegó hasta el capullo del mosquito y, ayudándose de una aguja de pino, lo rasgó. El mosquito voló, libre. Después hizo lo mismo con el capullo de la mariposa. Los prisioneros se lo agradecieron encarecidamente y los tres se marcharon volando.
La araña lloró de pura rabia y pataleó con toda la fuerza que fue capaz. Sin embargo, sólo consiguió enredarse todavía más en la red. Estaba exhausta. Se sentía muy débil porque no había comido en todo el día. Se dio cuenta de que si no hubiera sido tan caprichosa y, en lugar de esperar hasta cazar una mosca, se hubiera alimentado con el mosquito o la mariposa, ahora tendría fuerzas para liberarse. Dándose por vencida, la araña dejó de menear las patas.
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